22.10.07

Reflexiones e interrogantes sobre el juego de la Política Internacional

por Ignacio Tomás Liendo

La Política es la forma en la que las sociedades, a partir de sus liderazgos, consensuados o no, legítimos o no, estructuran sus relaciones en orden a un supuesto interés general; en el contexto definitorio de una serie de restricciones o incentivos identitarios o culturales (entre tantos otros).

Lo que denominamos “modernidad euro - céntrica” (y luego sus apéndices y luego “otras - céntricas”), no sólo moldeó y en gran medida aún moldea en función de sus intereses cierta “sociedad internacional” desde por lo menos quinientos años a esta parte, si no que proveyó una herramienta institucional determinante a partir de la cuál, otras sociedades, nuevas o viejas, tradicionales o de aluvión, se dieron para sí la posibilidad de gestionar sus intereses. Nos referimos al Estado – Nación.

Es así como se consolida en el tiempo y hacia nuestro presente, un proceso civilizatorio que tiene a ese Estado, como institución, y a ciertos Estados con nombre, apellido, y código postal, como actores principales de la trama de lo “internacional”.

Obsérvese cómo este último término denota los rasgos identitarios de “lo nacional” proyectado a ese mega escenario de “lo internacional”, a través de los canales burocrático – institucionales del Estado. La Nación se da entonces el Estado con el que movilizar sus intereses, o los Estados construyen Naciones a partir de las cuáles movilizar intereses preexistentes o potenciales. Pero es siempre el Estado el “caballito de batalla” (o de Troya) de lo relacional, ahora sí, a escala planetaria, o más a tono con ciertas unicidades, a escala “global”.

Concretamente, y en estos sentidos, la Política Exterior es el conjunto de los lineamientos de los estados hacia el sistema internacional. Es la forma en que estos se insertan en el mundo, se proyectan al escenario internacional, aparentemente, en función de sus intereses.

Y siendo esto la Política Exterior, la Política Internacional es el conjunto de las políticas exteriores de los estados, es la interacción dinámica entre las potencialidades de las unidades del sistema que detentan capacidades y poderes relativos, en función de objetivos y estrategias, siendo la forma en que se relacionan con el futuro y la forma en que se estructuran las “dialécticas de voluntades” en ese espacio de interdependencia compleja de lo internacional.

Ahora bien, ese Estado, y esos Estados, no sólo se ven tironeados y desdibujados desde arriba por lo que denominamos “procesos de integración regional” y “organismos multilaterales de alcance global” (fundamentalmente la Organización Mundial del Comercio); si no desde abajo por lo que denominamos “regionalismo” o “glocalización”; y también desde los costados, ya sea por procesos aparentemente positivos como los intercambios por cooperación o las migraciones, todo facilitado por las herramientas comunicacionales de una supuesta “posmodernidad”; si no también y por el otro costado, por los fenómenos “trans”, como bien puede ser el narcotráfico, el terrorismo, y todo aquello que pudiera encajar en el “crimen organizado” (alta manifestación de la política, si nos atenemos a algún sentido de lo inicial); y por supuesto, desde los fenómenos corporativos empresariales; todo lo cuál nos da una medida de ese gran cambalache de nuestro presente, que no parece dejar de proyectarse hacia el futuro.

Pero pensándolo bien: ¿nos pone esto en condiciones de referirnos al fin del Estado, como tranquilamente alguna vez nos refiriéramos a cierto “fin de la historia” o cierto “choque de civilizaciones”, que des – incluían por supuesto al Estado?.

De ninguna manera, porque más allá de lo expuesto y más acá de los fines declamados por ciertos oráculos, el Estado resurge con entusiasmo, justamente desde lo identitario ante esa “globalización” y “transnacionalización”.

Y he aquí el meollo de lo que queremos plantear, partiendo del supuesto evidente de que no todos los estados son iguales y más allá de las calificaciones de potencias y hegemonías: ¿qué tipos de estados existen?. Veamos ejemplos ya pensados, por caso, por Pérez Llana, entre otros.

Procesos de hibridación entre federación y confederación: Europa.
Estados verdaderamente soberanos: Estados Unidos.
Estados “postulantes” a verdaderamente soberanos: China e India.
Estados “postulantes” reciclados: Rusia.
Estados en el dilema de la autonomía y la integración: Argentina, Brasil, México y Turquía.
Estados insulares con vocación de jugadores e intercambiadores globales: Japón, Corea del Sur, Singapur, Malasia, Nueva Zelanda, Australia y Chile.
Estados fallidos o zonas grises: el África Subsahariana, el Cáucaso, Haití.

Ahora bien, si aún hay juego y jugadores, y si estos son los jugadores, y si todos nos damos más o menos una idea de cómo juegan: ¿a qué juegan?.

Juegan a la supremacía y a la concentración afrodisíaca del poder, juegan a las “seguridades” (fundamentalmente energéticas) y juegan al mesianismo de los falsos profetas. Y juegan a muerte, porque juegan a los dioses.

¿Pero efectivamente todos pueden jugar o estructurar este juego?.

Y más aún: ¿cuál es lugar de América Latina en este juego?.

¿Y a dónde juegan?. Cómo ya dijimos, evidentemente en ese “gran tablero mundial”, sobre todo en esa falla de fractura geopolítica que va desde el Norte de África hacia el Extremo Oriente.

Y más aún: ¿esto excluye a América Latina?. Y si no: ¿cómo se ubica entonces en la Agenda de este juego?.

En suma: ¿esto excluye a otras geografías?. De ninguna manera, son cuestiones de tiempos y momentos y velocidades.

Y los “directores técnicos” de estos equipos: ¿verdaderamente juegan el juego por ese mítico interés general de sus sociedades?. Más allá de los casos y los grises matices de la política, no necesariamente.

Y entonces: ¿cómo quedan desde este lugar ubicadas las sociedades latinoamericanas?.

Más aún: ¿son los directores técnicos los verdaderos directores técnicos o nos encontramos también aquí (y sobre todo aquí) con “las gerenciadoras”?.

¿No sería conveniente saber para nuestro auténtico desarrollo, al menos saber, quién es quién en este gran juego?.

Y peor aún. Nuestros directores técnicos de turno: ¿saben quiénes son quiénes?. ¿Saben cómo jugar?.

Bien nos convendría ahora sí a todos, que alguien advirtiera a estos hombres, nuestros dirigentes, que es peligroso jugar con fuego y que hay que tener mucho cuidado a quien abrimos la puerta para ir a jugar.

16.10.07

Las Batallas por Dios

por Ignacio Liendo

Paradójicamente, la sociedad internacional que ha venido constituyéndose al tiempo que se secularizaba e “iluminaba”, continúa estructurándose sobre “cruzadas”, “reformas y contrarreformas”, “guerras de treinta y cien años”, supuestos “choques de civilizaciones”; en suma, “guerras de religión”, conflictos bélicos, contiendas, guerras teñidas por diferentes cosmovisiones y creencias, siempre tamizadas por aquello que nos “re–liga” con algo trascendente (aquí, ahora, después, más allá).

¿Y dónde reside el nudo gordiano de esta paradoja?

Reside en la constatación de que la política es la continuación de la religión por otros medios, o en que la religión es la continuación de la política por otros medios, o en que la política es la religión.

¿Cómo podemos despejar esta ecuación?

Primero, con un preámbulo. A saber:

La sociedad internacional contemporánea responde para su construcción a un tiempo, la Modernidad; y a unos actores políticos con idearios y objetivos concretos, los Estados europeos y sus apéndices extra-regionales; conglomerado mayormente conocido como la “civilización occidental”, quien más allá de otros jugadores en pugna, es quien establece y sostiene esta modernidad globalizante y homogeneizadora a escala planetaria.

Esta aplanadora civilizatoria, independientemente de su vocación hegemónica, no necesariamente formará un mundo plano; y ella misma, convertida en monolito, generará intersticios hacia adentro y choques hacia fuera, encontrándose con el desafío de los “fundamentalismos”, representados por actores socio-culturales con claros objetivos políticos y religiosos, y que ante esta dinámica, que no es vivida como libertaria si no como opresiva, se le opondrán desde los “fundamentos” de las tres grandes religiones monoteístas.

Segundo, a partir de una caracterización de atrás hacia adelante en los términos de la ecuación. A saber:

La política es la religión para occidente, en tanto y en cuanto en la Modernidad, la religión entendida como camino espiritual pasa al fuero íntimo (más allá de que los cultos sean públicos). Esto es, lo espiritual no estructura ya ni la vida ni la política, en la medida en que estas pasan a articularse según las leyes naturales y la “diosa razón”.

Esta posibilidad implica un “materialismo histórico” en la medida en que no existe lo trascendente en “el más allá” monoteísta (o en el paraíso perdido o la edad dorada de la mitología, incluida también en los monoteísmos), si no en el más acá del mundo material, dónde aparentemente y por sus propias leyes, pueden darse todas las realizaciones humanas, individuales y sociales.

Y la clave de ese más acá será el futuro, “de orden y progreso”, de “civilización y no de barbarie”, tanto si ese materialismo histórico es “lineal” como en este caso; como si ese materialismo histórico es “dialéctico”, dónde al final de la mitología marxista (no necesariamente en el socialismo realmente existente), encontramos una sociedad sin clases, en donde la religión no es necesaria, no sólo porque es “el opio de los pueblos”, si no sobre todo, y al igual que en occidente, porque la política es la religión.

La religión es la continuación de la política por otros medios para todos aquellos que parten de un esquema laico como el anterior, pero que terminan utilizando argumentos religiosos clásicos en función de sus objetivos políticos (independientemente de si se los creen o no).

Y todos citan aquí como ejemplo a Saddam Hussein o a Yasser Arafat, líderes laicos, nacionalistas, socializantes y pan-arabistas, que en determinados momentos terminaron apelando en sus discursos a la vertiente islámica como aglutinante para sus causas.

Es oportuno citar también a los sectores laicos del sionismo que apelan al mito de la tierra prometida en función del objetivo político de la construcción del Estado de Israel.

La política es la continuación de la religión por otros medios para todos aquellos que no han pasado por el embudo de la Revolución Francesa, esto es, para todos aquellos que no creen que haya una separación entre la Iglesia y el Estado; más aún, para aquellos que creen que la Iglesia “es” el Estado, y que los libros sagrados son la “Constitución” (por reducirlo a términos liberales).

Y aquí todos coinciden en citar a la Revolución Islámica en Irán, y a los islamistas radicales de organizaciones políticas que recurren al terrorismo como Hamas y Hesbolláh, u organizaciones terroristas transnacionales como Al-Qaeda.

Es aquí entonces, en este “choque de cosmovisiones”, donde deben encontrarse las llaves explicativas para analizar los conflictos políticos que estructuran la sociedad internacional contemporánea, sobre todo cuando se trata de guerras teñidas por diferentes creencias “religiosas”; y sobre todo porque permanecen inconclusas las respuestas a preguntas existenciales elementales: ¿El conflicto y la guerra son constitutivos insoslayables de la condición humana?, ¿El conflicto y la guerra son inherentes a la religión en cualquiera de sus manifestaciones?, ¿El conflicto y la guerra son patrimonio de los fundamentalistas?, ¿Son verdaderamente por Dios las batallas contemporáneas?, ¿Quién es quién en la lucha entre el Bien y el Mal? (si es que ésta existe y si es que podemos identificar a quienes instauran tales categorías).

Todo este pensar es indispensable, porque definitivamente no es posible desentrañar la complejidad de los asuntos mundiales que nos atraviesan, si no conocemos de política, si no conocemos de religión, y si no entendemos que la política o bien puede ser la religión y viceversa, o bien puede ser la continuación de la religión por otros medios y viceversa.

Y en suma: ¿cuál es el lugar que ocupa América Latina en este “choque de cosmovisiones”?.






1.10.07

Argentina y el mal que nos aqueja

por Ignacio Tomás Liendo

El problema argentino, más allá de todos los matices regionales y de las extrapolaciones que podamos hacer hacia América Latina, puede resumirse en las dos caras de una misma moneda: el exceso faccioso de personalismo y la naturaleza particular de las instituciones.

Cuando decimos problema, nos referimos a nuestro subdesarrollo relativo, a la sistemática dilapidación de nuestras significativas potencialidades, y por ende, al círculo vicioso de nuestra decadencia y a la perversa guerra de agotamiento en la que nos hemos visto sumidos por generaciones.

Y cuando proponemos estos términos, hablamos de política, porque el argentino, es definitivamente un problema político.

Esto es así en la medida en que más allá de las estructuras económicas y de clase montadas y devenidas desde lo histórico – político (y por ello modificables); claramente es la política el aglutinante para la construcción social, el desarrollo; y el aprovechamiento en función de ello, de ese rico espacio de intersección que se produce entre lo nacional y lo internacional.

Y si nuestra política no funciona en esos términos, con seguridad, sus principales elementos tampoco podrán hacerlo ni lo hacen; de ahí la naturaleza particular de nuestras instituciones, nuestro sistema político, nuestro sistema de partidos, nuestro federalismo, nuestra administración de justicia. Porque si una República no puede proveer el desarrollo a una Nación desde su Estado, alguno de los tres términos y sus combinaciones son la causa del problema, que reside en última instancia en la política, que es justamente su aglutinante y articulante.

Entonces: ¿dónde está el origen del mal que nos aqueja?.

Sin duda, en la configuración de un sistema político que de manera simbiótica es cooptado y coopta en puestos claves del Estado y del Gobierno, a no todos los mejores elementos sociales que estarían disponibles, mostrándose incapaz de generar una clase dirigente que constituya una verdadera meritocracia dispuesta a generar un proyecto estratégico de País en el que se superen las diferencias y se construya una sociedad viable, optimizando todo lo necesario el haz de lo posible, fructificado en el círculo virtuoso de la educación y el pensamiento.

Sin duda, en la configuración de un sistema político que se reasegura a sí mismo en el círculo vicioso del clientelismo, el caudillismo, la prebenda y la claudicación; llegando al paroxismo de otorgar naturalidad a la situación desde la justificación malintencionada de que esta realidad no es más que un emergente socio – cultural.

Decimos esto porque el sistema político no se erige a sí mismo de la nada, si no que es una construcción de los actores socio – políticos que se manifiesta en un entramado de instituciones que son siempre manufactura de los acuerdos e imposiciones de los hombres; de quienes es potestad la operación de las mismas, en tanto marcos de referencia del comportamiento y el cambio social.

Y esas instituciones (formales e informales), que son las reglas de juego de una sociedad en torno de las cuáles se generan los incentivos y las restricciones para los actores, pueden ser construidas en función del desarrollo y la eficiencia social (si son capaces de reducir los costos de transacción del sistema político y de la economía), o bien pueden ser el reflejo del poder y los intereses de aquellos que tienen el poder de idear esas instituciones en orden a objetivos concretos (o el poder de operar u omitir las preexistentes en función de sus intereses particulares).

En este sentido, no estamos ante un dilema entre personas e instituciones, o personas versus instituciones, si no que, o bien existe una carencia institucional, o bien un exceso de personalismo de los individuos menos adecuados en función del desarrollo, que o bien desvirtúan las instituciones, o bien conforman instituciones informales funcionales al esquema del poder; aquellas que subsumen a la sociedad en la batalla electoral permanente y el cortoplacismo (macerados en el mortero de una cultura política paternalista y de una desafección política rayana con el individualismo autista y el nihilismo), dónde triunfa esta lógica agonal de la política por sobre la arquitectónica, aquella de la construcción estratégica del desarrollo.

Y es aquí donde entramos en el territorio pantanoso de la discrecionalidad, quintaesencia del personalismo y de las tentaciones hegemónicas, antesala del despotismo, la autocracia y el totalitarismo; contracaras de regímenes verdaderamente democráticos, republicanos y federales, entendidos como espacios propicios para el desarrollo.

¿Y cómo se sale de la profundidad del mal que nos aqueja?.

Sin entrar en lo estrictamente operativo, se sale dando sentido a instituciones que sean el fruto de un acuerdo social en el que los actores verdaderamente representativos de la sociedad, aglutinados en torno a liderazgos idóneos y legítimos, tengan la capacidad de emerger de sus trincheras de agotamiento, entendiendo de que hay mucha más ganancia en la cooperación que en el conflicto, mucha más ganancia en un juego sostenible en el que la mayoría pueda ganar.

Se sale de esta profundidad, trabajando desde los distintos espacios que propicia la política, revirtiendo enérgicamente y en función del interés general y nacional, los principales atributos negativos de este sistema político que hemos sabido construir, y que son entre otros los siguientes:

Concentración del poder en la figura del Presidente; desvalorización total del Congreso; configuración de un País centralizado de hecho; defasaje, incoherencia e hipocresía del discurso político; descenso de la participación política; apatía generalizada por las cuestiones políticas; neutralización de la oposición y del pluralismo; banalización de la opinión pública y de la oferta informativa, farandulización de la política; dualización de la sociedad; sistemático desmantelamiento de las redes de asistencia social y de educación; inseguridad jurídica; configuración de un "estado mínimo represor" propulsor de un "orden desigual"; conformación de zonas geográficas o áreas de problemas donde no rige la lógica de la ley; endeudamiento externo como sistema; etc.

En suma, se sale de la profundidad del mal que nos aqueja, volviendo a naturalizar la calidad de la ciudadanía y de las instituciones democráticas, corriéndonos desde una democracia electoral cuestionada a una democracia de ciudadanos.

En la medida en que todos a los que nos corresponde no entendamos esta realidad y estemos dispuestos a actuar en consecuencia para revertirla, como mejor escenario nos espera una meseta muy parecida a este presente limitado, al que paulatinamente nos acostumbramos en una trágica ficción de normalidad y en una desesperante parodia de lo que fuimos y de lo que podríamos ser.