1.10.07

Argentina y el mal que nos aqueja

por Ignacio Tomás Liendo

El problema argentino, más allá de todos los matices regionales y de las extrapolaciones que podamos hacer hacia América Latina, puede resumirse en las dos caras de una misma moneda: el exceso faccioso de personalismo y la naturaleza particular de las instituciones.

Cuando decimos problema, nos referimos a nuestro subdesarrollo relativo, a la sistemática dilapidación de nuestras significativas potencialidades, y por ende, al círculo vicioso de nuestra decadencia y a la perversa guerra de agotamiento en la que nos hemos visto sumidos por generaciones.

Y cuando proponemos estos términos, hablamos de política, porque el argentino, es definitivamente un problema político.

Esto es así en la medida en que más allá de las estructuras económicas y de clase montadas y devenidas desde lo histórico – político (y por ello modificables); claramente es la política el aglutinante para la construcción social, el desarrollo; y el aprovechamiento en función de ello, de ese rico espacio de intersección que se produce entre lo nacional y lo internacional.

Y si nuestra política no funciona en esos términos, con seguridad, sus principales elementos tampoco podrán hacerlo ni lo hacen; de ahí la naturaleza particular de nuestras instituciones, nuestro sistema político, nuestro sistema de partidos, nuestro federalismo, nuestra administración de justicia. Porque si una República no puede proveer el desarrollo a una Nación desde su Estado, alguno de los tres términos y sus combinaciones son la causa del problema, que reside en última instancia en la política, que es justamente su aglutinante y articulante.

Entonces: ¿dónde está el origen del mal que nos aqueja?.

Sin duda, en la configuración de un sistema político que de manera simbiótica es cooptado y coopta en puestos claves del Estado y del Gobierno, a no todos los mejores elementos sociales que estarían disponibles, mostrándose incapaz de generar una clase dirigente que constituya una verdadera meritocracia dispuesta a generar un proyecto estratégico de País en el que se superen las diferencias y se construya una sociedad viable, optimizando todo lo necesario el haz de lo posible, fructificado en el círculo virtuoso de la educación y el pensamiento.

Sin duda, en la configuración de un sistema político que se reasegura a sí mismo en el círculo vicioso del clientelismo, el caudillismo, la prebenda y la claudicación; llegando al paroxismo de otorgar naturalidad a la situación desde la justificación malintencionada de que esta realidad no es más que un emergente socio – cultural.

Decimos esto porque el sistema político no se erige a sí mismo de la nada, si no que es una construcción de los actores socio – políticos que se manifiesta en un entramado de instituciones que son siempre manufactura de los acuerdos e imposiciones de los hombres; de quienes es potestad la operación de las mismas, en tanto marcos de referencia del comportamiento y el cambio social.

Y esas instituciones (formales e informales), que son las reglas de juego de una sociedad en torno de las cuáles se generan los incentivos y las restricciones para los actores, pueden ser construidas en función del desarrollo y la eficiencia social (si son capaces de reducir los costos de transacción del sistema político y de la economía), o bien pueden ser el reflejo del poder y los intereses de aquellos que tienen el poder de idear esas instituciones en orden a objetivos concretos (o el poder de operar u omitir las preexistentes en función de sus intereses particulares).

En este sentido, no estamos ante un dilema entre personas e instituciones, o personas versus instituciones, si no que, o bien existe una carencia institucional, o bien un exceso de personalismo de los individuos menos adecuados en función del desarrollo, que o bien desvirtúan las instituciones, o bien conforman instituciones informales funcionales al esquema del poder; aquellas que subsumen a la sociedad en la batalla electoral permanente y el cortoplacismo (macerados en el mortero de una cultura política paternalista y de una desafección política rayana con el individualismo autista y el nihilismo), dónde triunfa esta lógica agonal de la política por sobre la arquitectónica, aquella de la construcción estratégica del desarrollo.

Y es aquí donde entramos en el territorio pantanoso de la discrecionalidad, quintaesencia del personalismo y de las tentaciones hegemónicas, antesala del despotismo, la autocracia y el totalitarismo; contracaras de regímenes verdaderamente democráticos, republicanos y federales, entendidos como espacios propicios para el desarrollo.

¿Y cómo se sale de la profundidad del mal que nos aqueja?.

Sin entrar en lo estrictamente operativo, se sale dando sentido a instituciones que sean el fruto de un acuerdo social en el que los actores verdaderamente representativos de la sociedad, aglutinados en torno a liderazgos idóneos y legítimos, tengan la capacidad de emerger de sus trincheras de agotamiento, entendiendo de que hay mucha más ganancia en la cooperación que en el conflicto, mucha más ganancia en un juego sostenible en el que la mayoría pueda ganar.

Se sale de esta profundidad, trabajando desde los distintos espacios que propicia la política, revirtiendo enérgicamente y en función del interés general y nacional, los principales atributos negativos de este sistema político que hemos sabido construir, y que son entre otros los siguientes:

Concentración del poder en la figura del Presidente; desvalorización total del Congreso; configuración de un País centralizado de hecho; defasaje, incoherencia e hipocresía del discurso político; descenso de la participación política; apatía generalizada por las cuestiones políticas; neutralización de la oposición y del pluralismo; banalización de la opinión pública y de la oferta informativa, farandulización de la política; dualización de la sociedad; sistemático desmantelamiento de las redes de asistencia social y de educación; inseguridad jurídica; configuración de un "estado mínimo represor" propulsor de un "orden desigual"; conformación de zonas geográficas o áreas de problemas donde no rige la lógica de la ley; endeudamiento externo como sistema; etc.

En suma, se sale de la profundidad del mal que nos aqueja, volviendo a naturalizar la calidad de la ciudadanía y de las instituciones democráticas, corriéndonos desde una democracia electoral cuestionada a una democracia de ciudadanos.

En la medida en que todos a los que nos corresponde no entendamos esta realidad y estemos dispuestos a actuar en consecuencia para revertirla, como mejor escenario nos espera una meseta muy parecida a este presente limitado, al que paulatinamente nos acostumbramos en una trágica ficción de normalidad y en una desesperante parodia de lo que fuimos y de lo que podríamos ser.


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